Han pasado ya casi 14 años desde aquella primera vez
en que pisé un circuito, para ver el Gran Premio de MotoGP en Cheste. Por
entonces, tenía algo más de 12 años, y fui acompañado de mi madre, mi padre, mi
hermana, y otra maravillosa familia de amigos.
Después, solo con mi familia, visitamos de nuevo
ese circuito tanto en 2006 como en 2009. Unos años más tarde, vendrían tiempos
duros. En aquella época, esos momentos eran de esos en los que sabes que vas a
disfrutar y que vas a recordar, pero después, con perspectiva, se convierten en
tesoros. Juntos, los 4, cuando cada uno éramos como la hoja del trébol de
cuatro hojas, ese que se relaciona con la suerte. Y vaya si la teníamos… La
familia entera, disfrutando en vivo de algo que nos unía prácticamente cada
domingo.
9 años después desde esa última vez que viajamos
todos, y gracias al gran corazón de una de esas personas que nos acompañó en ese
primer GP, volvimos a un circuito, concretamente al celebrado en Motorland el
pasado fin de semana. Pero esta vez fue diferente, porque teníamos una gran
ausencia.
Tres motos y un coche, con un total de 6 personas,
nos disponíamos a partir el viernes por la mañana rumbo a Alcañiz. La ilusión y
las ganas por pasar ese fin de semana eran palpables, pero seguramente todos
éramos conscientes de lo que viviríamos una vez llegados al circuito. El miedo,
creo, era parte de nuestro viaje.
Al llegar y dejar la moto en el parking lo noté.
Algo me faltaba. Los recuerdos y la sensación de que faltaba una hoja del
trébol inundaron mis pensamientos. Ese trébol, cuyas consonantes mágicamente
eran la inicial de cada uno de nosotros, de los 4.
Te paras a pensar, intentas controlar la
respiración, y que las lágrimas no lleguen a tus ojos. Le das más vueltas… qué
hubiera sido, por qué no ha sido así. Sigues andando, como un autómata,
sabiendo dónde vas pero sin rumbo, cuando levantas la cabeza y ves a dos de tus
hojas abrazadas, sin escuchar de lo que están hablando pero sabiéndolo
perfectamente. Vuelves a agachar la cabeza, prefieres dejarles, porque sabes
que ella sabe consolarle mucho mejor de lo que lo harías tú. Al margen,
continúas dándole vueltas a lo que pudo ser, no ha sido, y nunca será.
Impotencia, rabia, tristeza… tus fieles compañeras a lo largo de estos últimos
meses haciendo acto de aparición una vez más, pero no puedes hacer nada, al fin
y al cabo ahí seguirán durante mucho tiempo. Tiempo que no cura, sino que acostumbra.
Es muy difícil controlar las emociones en una
situación así. Intentas evadirte y no puedes, aún estando rodeado de uno de los
ambientes que más me gustan.
Aceleras el paso y te pones a la altura de ellos
dos. Miras sus rostros y ves el rastro de ese recuerdo, que pronto quieres
borrar porque no quieres que nadie lo vea. Pero no hace falta ver en
situaciones así, porque se siente… y en estos casos el sentimiento llega allí
donde la vista se queda a ciegas.
Pronto vienen los demás, han dejado espacio porque
lo habían sentido, pero sus hojas ya son también en parte nuestras, de nuestra
misma raíz, y vienen a cedernos parte de su luz.
Vuelves a pensar… qué desgracia que a través de la
oscuridad es cuando ves la luz que te aportan los demás, pero qué bonito es a
la vez darte cuenta de que es cuando más la necesitamos cuando no dudan en
arrojártela, porque no van a permitir que ninguno se marchite.
Llegas a la conclusión de que la amistad es de lo
más bonito que se puede obtener, y de que esa en concreto, es gracias al
conjunto de 4.
Por primera vez sonríes. Poco a poco empiezas a pensar
en todo lo pasado, en todo lo disfrutado... y es entonces cuando entiendes que
la cuarta hoja no se ha caído, porque continúa cosida con nosotros. Cosida con
las puntadas de esos recuerdos, de esa sensación de tener que aprender a ser 3,
pero siempre gracias a 4.
Reflexionas… Sabes que tienes que seguir, que no
queda otra. Al fin y al cabo, se recuerda, pero nunca se olvida. Jamás se
olvida. Y eso, lejos de ser malo, es lo mejor. No hay que olvidar, sino valorar
todo lo que esa persona te dio, a ti y a todos los que te rodean. Pensar que,
aunque no creas que “ella siempre te acompañará”, siempre la notarás contigo,
en forma de recuerdo. Entender que hay mil maneras de continuar, pero ninguna
tan bonita como recordándola. Saber que tienes que valorar el hoy sin pensar en
el ayer ni el mañana, porque el pasado no se puede cambiar, el futuro es
incierto, pero el hoy es un regalo, y por eso se llama “presente”.
Entonces, y solo entonces, te dispones a disfrutar
y a vivir esa experiencia. Y así lo haces. Con los que te arrojan luz, y con
los que conforman tu TRéBoL. Con todos ellos.
Y con tu ausencia, sobre todo con tu ausencia, que
irónicamente, te acompañará siempre.
Jamás te olvidaremos, mamá. Gracias por estos
recuerdos.
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